Tiene un
Spritz recién servido. Prefiere agarrarme la pierna. Me toca el brazo. Me mira
el inconsciente y me lee. O eso intenta. El sillón de cuero del bar le da un
toque de escena porno elegante al momento. Dejo la copa de Side Car de lado y
prefiero matar la sed con su boca. Un beso certero, con una lengua lenta. Se
puede cocinar una vaca entera con sólo ponerla cerca nuestro.
Termino
mi trago, ella no. Quiere fumar. Le sugiero que nos vayamos. Pasar la mano por
sus tetas a la vista de todos, nos condicionó las ganas y ya no podemos pensar
con claridad.
Nos
subimos a un taxi.
Pocas
veces en mi vida vi un cuerpo con tanto carácter como el de ella. Una bailarina
neoyorquina de los 60. Curvas en cada centímetro de su pálida piel. Hay futuro
en sus ojos achinados. Pero siendo respetuoso de mi terquedad, vivo el presente
de sus tetas. Gran presente.
Apenas
entramos a su departamento tuvimos que hacer una parada en el sillón. Parada en
todo sentido. Nuestra ropa alfombra todo el living. Corro su pelo, miro su
nuca, le muerdo el hombro derecho y con nuestras cuatro rodillas apoyadas en el
futón, empezamos a coger como si llevásemos años de abstinencia.
Su culo chocando en mi pelvis no me deja pensar en otra cosa más que en evitar morirme
de excitación.
Cuando
el calor es más alto que la concentración, el final es rápido.
Me
lleva de la mano a dar un paseo por el paisaje altanero de su cama. Mezcla su
color con las sábanas y toda su temperatura con las frazadas. Me concede un
descanso de dos sorbos de agua y un par de chistes malos, de esos que sólo te
hacen reír cuando el placer te obliga a pensar como un tarado y no podés borrar
esa sonrisa adolescente.
La
ayuda nunca viene mal y ella es buena colaboradora. Vuela mi bóxer y me da una
mano. Una mano que con velocidad se convierte en una boca. Su lengua baila. No
entra nada a mis pulmones, tengo un grito atravesado. De alguna manera, giro su
cuerpo y me pongo arriba suyo. La oscuridad no deja que nos veamos. Nos
respiramos y nos sentimos.
Nos
cogemos.
Sus
piernas se abren con la misma facilidad que el viento rompe una nube. Paso la
mano por su espalda y subo por su cabeza. Clavo los dientes en su oreja, me enredo
en su brilloso pelo castaño y le hago sentir mi agitación. Suelta un gemido en cada roce, en
cada golpe dentro de ella.
Cierro
el puño y me clavo las uñas en la palma. Una contractura diabólica me acuchilla
el cuello. No voy a frenar un segundo. Voy a seguir hasta que me explote el
corazón.
Se
percibe el enojo de los vecinos despertándose por los gritos que esboza.
La
cama tiembla. Mis pies también.
Me
pide que siga. La sangre en sus venas empieza a burbujear. Estira las piernas.
Ya no son gritos, son alaridos. Siento sus tetas contra mí, su boca en el
cuello y la pija a punto de reventar bien adentro.
Sus
piernas se tensan y su pecho se infla. Retiene el aire. Un pequeño espasmo
viaja desde sus dedos hasta su alma.
Cuando
Dios inventó el orgasmo femenino, estaba muy enojado con el hombre. Es la única
explicación que le encuentro a tanta complejidad. Sepan disculpar.
Sin
acabar y con un cuarto de mi estado físico, me doy cuenta que no quiero parar.
La poca energía me pasa bastante factura y me invita a retirarme de donde
estoy. Lo de respetar mi terquedad es en serio, así que decido quedarme un rato
más.
Confío en mí.
Mentira.
La abro
todavía más. Envuelvo sus muslos con mis brazos y agarro fuerte su orto. Me
muevo torpe y brusco. Parezco un animal imbécil. Me despego un poco, le doy
distancia a nuestras cinturas. Ella desespera y me motiva.
Vuelvo
a ponerme en condiciones.
Sube
las piernas a mis hombros. Me tira del pelo y me lleva a sus tetas. Un oasis de
piel y carne. Estoy perdido, cogiendo sin parar.
Empiezo
a dudar si algún vecino no llamará a la policía, pensando que alguien está
siendo asesinado. Estos gritos ya no son normales. Pero, puta madre, cada
sonido que sale de su boca me calienta todavía más.
Sus
gemelos me aprietan el cuello y su concha hace lo mismo con mi verga.
Un
gemido sin voz se escapa y anuncia otro orgasmo.
Necesito
acabar.
"Quiero
que me llenes de leche”, pide.
Ay.
Con
más fuerza, más velocidad y mayor impericia busco algo que me doy cuenta que no
va a llegar. Pero no me importa. No voy a repetir de vuelta lo de la terquedad,
creo que ya les quedó claro.
Tengo
las piernas coqueteando con los calambres y me duelen los abdominales. Mi
cuerpo está al borde de una implosión. Estoy perdiendo sentido común.
Dejamos
de lado lo sexual. Esto es salvaje.
Me
derrumbo. No doy más. Caigo en el colchón. No podemos hablar.
Hay
clima de satisfacción y conformidad. No hay palabras. No salen. Me da agua. No
puedo ni agradecerle. Pensando un segundo en frío, tengo miedo de que se crea
que este nivel de canibalismo puede ser moneda corriente. Ojalá nunca me lo
pregunte, porque no tengo idea cómo pasó.
Unos
besos después, nos quedamos dormidos.
Nos
despertamos en la misma posición en la que cerramos los ojos. La luz es
insoportable. No hace frío, ella es una hoguera. Actúa como si no le temiese a mis
fantasmas, ignora las tormentas que me persiguen y esquiva las ríos de lava que
bajan por mi mente hasta mis uñas.
Sin reírse, busca
el filo del hacha y desafía al verdugo. A pesar de tenerle miedo, no abandona su fidelidad y sabe que va a ganar. Siempre gana. Encuentra su premio en cada
agujero, no le interesa seguir a ningún conejo blanco. Ella es su propio
camino.
Y me encanta.
“¿Estás
seguro de que la pasaste bien anoche?”, me pregunta y me violenta.
Me
río. La miro con una sonrisa espantosa.
“¿En
serio preguntás? ¿Sabés cuál es tu problema? Que necesitás explicaciones”, le
respondo.
Cambia
su expresión de intriga por una de aberración. Gira para el otro lado y se
ofende un ratito.
El
sol entra por la ventana y es cada vez más insoportable.
Nadie
quiere explicaciones. Pero ella quiere lo que nadie. A mí.