sábado, 24 de septiembre de 2016

Almadura

"...ahí nos veo, en una vieja habitación con vista al malecón. Paredes amarillas decoradas con manchas de humedad. Vos, sin disimular la sonrisa de borracha por el ron, acostada y transpirada en esa cama dura de sábanas ásperas.
Me mirás y te saco el pelo de la cara.
Recorrés mis tatuajes con tus dedos.
Te doy un beso fuerte y me voy para el balcón.
Quedás ahí, desnuda en la cama, con el alma abierta a mucho más...".

Crucé su cuerpo ocupado en este camino de árboles y cemento. Un bosque cruel que nos encontró buscando lo que todos quieren y nadie se anima a encontrar.

Nos chocamos. Y eso no cambió nunca.

Ella siempre con la espada en alto, a la espera de que hasta el viento la lastime y le arranque un poco más de su valioso tiempo.

Me miró con furia y con la vulnerabilidad camuflada en la piel más débil que alguna vez mordí.

Una piel que lloraba dormida.



Pateaba entre sueños, mientras mataba dragones con los ojos cerrados y el inconsciente en otro lado. Fue mucho más de lo que los huesos puedan soportar. Y se alejó de sí, buscando un alma en otro corazón.

Sabe que los relojes vuelan y te podrá decir que ahí va a estar, pero sus brazos cruzarán otro pecho que la pueda completar.

Completar.

No potenciar.

Y allá va, enamorada de los misterios que no se anima a descubrir. Escucha la música que tocan los demás hasta quedarse dormida en un colchón de inconformidad.

Con dos alas hermosas que se niega a reconocer, con una magia dulce y sutil que no quiere asumir.

La belleza como bandera, la inocencia como esencia y la poca sonrisa como escudo.

Y esas piernas, octavo pecado capital. Es el viento frío que pega con el sol de frente.

Su reflejo es una bendición.

Lleva su armadura de manual, su coraza de cartón. El soldado valiente que se anime a atravesar tanta capa de inseguridad, puedo dar fe que se encontrará el diamante que vuelve rey a cualquier plebeyo.

Pero las historias de amor no tienen dos finales felices. Y acá me ves, siendo un monarca retirado por la lluvia, pidiendo otro Old Fashioned en la barra del mismo bar, matando el tiempo, con la certeza de que las decisiones correctas siempre serán las más dolorosas.

jueves, 1 de octubre de 2015

El puñal

Soy el puñal más filoso.
Soy tus dudas.
Soy la noche durante el día.
Soy ese bar.
Soy sus tetas apoyadas en tu espalda.
Soy el brazo que te protegía.
Soy la luna.
Soy el perfume.
Soy el cigarro apagado en la maceta.
Soy la calle que no pisás más.
Soy el brillo de los ojos que una señora cerró para siempre.
Soy las últimas palabras.
Soy una foto.
Soy el viento de mar que la despeinaba y la resplandecía.
Soy el frío de las sábanas.
Soy el cajón.
Soy las piernas más lindas.
Soy las lágrimas.
Soy los gritos que tragaste.
Soy la copa rota en la cama.
Soy la compañía que ya no está.
Soy el noveno piso.
Soy el atardecer.
Soy el árbol de nísperos.
Soy el muelle en el Paraná.
Soy el hombro que te sostuvo la cabeza.
Soy el insomnio.
Soy el calor que te falta.
Soy el hielo que te sobra.
Soy el color infinito de esos ojos.
Soy las brasas que no se van a prender.
Soy tres Negronis.
Soy tus planteos.
Soy la canción.
Soy la mano que recorría tu barba.
Soy el dolor.
Soy el futuro que no va a llegar.
Soy eso que no tenés que hacer.
Soy el que viene y no se va.
Soy esa vez que no se te paró y no sabías dónde meterte.
Soy tus orgasmos fingidos.
Soy el mentirse a uno mismo.
Soy el otoño en Mar del Plata.
Soy los planes inconclusos.
Soy los sueños muertos enterrados en la almohada.
Soy las discusiones.
Soy el vino que dejamos por la mitad.
Soy el deseo.
Soy los colmillos que se te clavaron en la piel.
Soy esa noche que se quedaron dormidos de tanto coger.
Soy esa noche que se hicieron los dormidos para no coger.
Soy el apretar los dientes y seguir.
Soy la sonrisa mal actuada.
Soy la soledad.
Soy lo indigno.
Soy el principio y el final.
Soy la primera conversación.
Soy el puñal y no me voy a ir de tu pecho ni de tus sienes.
Soy lo peor.
Soy el miedo al olvido.


Soy tus recuerdos.

jueves, 9 de julio de 2015

Explicaciones

               Tiene un Spritz recién servido. Prefiere agarrarme la pierna. Me toca el brazo. Me mira el inconsciente y me lee. O eso intenta. El sillón de cuero del bar le da un toque de escena porno elegante al momento. Dejo la copa de Side Car de lado y prefiero matar la sed con su boca. Un beso certero, con una lengua lenta. Se puede cocinar una vaca entera con sólo ponerla cerca nuestro.

                Termino mi trago, ella no. Quiere fumar. Le sugiero que nos vayamos. Pasar la mano por sus tetas a la vista de todos, nos condicionó las ganas y ya no podemos pensar con claridad.

                Nos subimos a un taxi.

                Pocas veces en mi vida vi un cuerpo con tanto carácter como el de ella. Una bailarina neoyorquina de los 60. Curvas en cada centímetro de su pálida piel. Hay futuro en sus ojos achinados. Pero siendo respetuoso de mi terquedad, vivo el presente de sus tetas. Gran presente.

                Apenas entramos a su departamento tuvimos que hacer una parada en el sillón. Parada en todo sentido. Nuestra ropa alfombra todo el living. Corro su pelo, miro su nuca, le muerdo el hombro derecho y con nuestras cuatro rodillas apoyadas en el futón, empezamos a coger como si llevásemos años de abstinencia.

                Su culo chocando en mi pelvis no me deja pensar en otra cosa más que en evitar morirme de excitación.

                Cuando el calor es más alto que la concentración, el final es rápido.

                Me lleva de la mano a dar un paseo por el paisaje altanero de su cama. Mezcla su color con las sábanas y toda su temperatura con las frazadas. Me concede un descanso de dos sorbos de agua y un par de chistes malos, de esos que sólo te hacen reír cuando el placer te obliga a pensar como un tarado y no podés borrar esa sonrisa adolescente.

                La ayuda nunca viene mal y ella es buena colaboradora. Vuela mi bóxer y me da una mano. Una mano que con velocidad se convierte en una boca. Su lengua baila. No entra nada a mis pulmones, tengo un grito atravesado. De alguna manera, giro su cuerpo y me pongo arriba suyo. La oscuridad no deja que nos veamos. Nos respiramos y nos sentimos.

                Nos cogemos.

                Sus piernas se abren con la misma facilidad que el viento rompe una nube. Paso la mano por su espalda y subo por su cabeza. Clavo los dientes en su oreja, me enredo en su brilloso pelo castaño y le hago sentir mi agitación. Suelta un gemido en cada roce, en cada golpe dentro de ella.

                Cierro el puño y me clavo las uñas en la palma. Una contractura diabólica me acuchilla el cuello. No voy a frenar un segundo. Voy a seguir hasta que me explote el corazón.

                Se percibe el enojo de los vecinos despertándose por los gritos que esboza.


               La cama tiembla. Mis pies también.

                Me pide que siga. La sangre en sus venas empieza a burbujear. Estira las piernas. Ya no son gritos, son alaridos. Siento sus tetas contra mí, su boca en el cuello y la pija a punto de reventar bien adentro.

                Sus piernas se tensan y su pecho se infla. Retiene el aire. Un pequeño espasmo viaja desde sus dedos hasta su alma.

                Cuando Dios inventó el orgasmo femenino, estaba muy enojado con el hombre. Es la única explicación que le encuentro a tanta complejidad. Sepan disculpar.

                Sin acabar y con un cuarto de mi estado físico, me doy cuenta que no quiero parar. La poca energía me pasa bastante factura y me invita a retirarme de donde estoy. Lo de respetar mi terquedad es en serio, así que decido quedarme un rato más.

                Confío en mí.

                Mentira.

                La abro todavía más. Envuelvo sus muslos con mis brazos y agarro fuerte su orto. Me muevo torpe y brusco. Parezco un animal imbécil. Me despego un poco, le doy distancia a nuestras cinturas. Ella desespera y me motiva.

                Vuelvo a ponerme en condiciones.

                Sube las piernas a mis hombros. Me tira del pelo y me lleva a sus tetas. Un oasis de piel y carne. Estoy perdido, cogiendo sin parar.

                Empiezo a dudar si algún vecino no llamará a la policía, pensando que alguien está siendo asesinado. Estos gritos ya no son normales. Pero, puta madre, cada sonido que sale de su boca me calienta todavía más.

                Sus gemelos me aprietan el cuello y su concha hace lo mismo con mi verga.

                Un gemido sin voz se escapa y anuncia otro orgasmo.

                Necesito acabar.

                "Quiero que me llenes de leche”, pide.

                Ay.

                Con más fuerza, más velocidad y mayor impericia busco algo que me doy cuenta que no va a llegar. Pero no me importa. No voy a repetir de vuelta lo de la terquedad, creo que ya les quedó claro.

                Tengo las piernas coqueteando con los calambres y me duelen los abdominales. Mi cuerpo está al borde de una implosión. Estoy perdiendo sentido común.

                Dejamos de lado lo sexual. Esto es salvaje.

                Me derrumbo. No doy más. Caigo en el colchón. No podemos hablar.

                Hay clima de satisfacción y conformidad. No hay palabras. No salen. Me da agua. No puedo ni agradecerle. Pensando un segundo en frío, tengo miedo de que se crea que este nivel de canibalismo puede ser moneda corriente. Ojalá nunca me lo pregunte, porque no tengo idea cómo pasó.

                Unos besos después, nos quedamos dormidos.

                Nos despertamos en la misma posición en la que cerramos los ojos. La luz es insoportable. No hace frío, ella es una hoguera. Actúa como si no le temiese a mis fantasmas, ignora las tormentas que me persiguen y esquiva las ríos de lava que bajan por mi mente hasta mis uñas.

                Sin reírse, busca el filo del hacha y desafía al verdugo. A pesar de tenerle miedo, no abandona su fidelidad y sabe que va a ganar. Siempre gana. Encuentra su premio en cada agujero, no le interesa seguir a ningún conejo blanco. Ella es su propio camino.

                Y  me encanta.

                “¿Estás seguro de que la pasaste bien anoche?”, me pregunta y me violenta.

                Me río. La miro con una sonrisa espantosa.

                “¿En serio preguntás? ¿Sabés cuál es tu problema? Que necesitás explicaciones”, le respondo.

                Cambia su expresión de intriga por una de aberración. Gira para el otro lado y se ofende un ratito.

                El sol entra por la ventana y es cada vez más insoportable.

               Nadie quiere explicaciones. Pero ella quiere lo que nadie. A mí.

viernes, 26 de junio de 2015

Una razón

            Alejado de las cuerdas, con la guardia por el piso, pero un Negroni bien arriba. La mesa de un bar enemigo, rodeado de dientes carnavalescos y pelos a media tintura.

            El rojo es fuego.

            Él la toma de la mano y ella le pide un trago más. Obediente como un lazarillo, se aproxima a la barra y compra alguna mariconada frutal. Pocas mentiras tan grandes como la de que no hay nada más lindo que la sonrisa de una mujer. Ella ni se molesta en fingir, sólo agradece y sigue con su celular y espera al que le ladra y la muerde.

            Soy hombre: nunca supe distinguir los colores. Aunque pude descubrir el de tus ojos, el color infinito e irrepetible que envidian los mares de cualquier isla perdida.

            Acá no hay de esos. Nunca supe de dónde los sacaste.

            No uso guantes. Me protejo las manos con el vaso. Lejos estoy de intentar tirar una trompada, así que poco me preocupan mis nudillos. Se me descascaran los dedos y sólo recibo los golpes que me tira el cofre mágico de la memoria. El sabor amargo hace juego con mis pasos y lo fuerte es para recordar lo invencible que fui antes de empujar mi moral desde un noveno piso. O dejarla ahí tirada.

            El ambiente es obtuso. Escasa luz. Mucho espacio. Poca gente, pero bastante borracha e irritante. Para donde mire, una carcajada de champagne y perfumes de happy hour. Prendo un cigarro con la ceniza del que estoy fumando. Sigo mirando el escenario agreste.

            Me falta algo. ¿Qué me olvidé en la casa de esta mina? ¡La tarjeta! ¡La puta madre! No, acá está. Busco entre mis bolsillos. Llaves, tarjetas, encendedor, SUBE, pastillas, cigarros. Tengo todo. No sé.

            Pido otro Negroni, porque no está haciendo efecto. Me lo traen. Sé que me falta algo. Pienso en mañana, no tengo que hacer nada. Termino el trago. Me quiero ir. Este lugar es una poronga y a mí me falta algo y no sé qué mierda es.

            Me sobran tres enojos y dos mujeres. Hay más de un capricho y abundan las lunas. Exagero en principios.

¿Me falta algo?

El viento, único amigo, me obliga a subirme el cierre de la campera. Me pongo la capucha y camino. El frío me cuenta un par de secretos que ya sabía, no los recordaba porque hacía mucho que no nos veíamos. Cuando el invierno es crudo, hay que cambiar el pelaje y camuflarse.

Sobrevivir sin tirar un golpe.

Ya no sé si estoy llegando tarde o si sólo pierdo el tiempo. Sé que es arriesgado caminar solo a esta altura de la noche, de este lado del mundo y con tanto calor detrás de esta montaña que soy yo. El limite bien definido de lo bueno y lo malo, sin poder distinguir cuál es el menos peor para este arlequín del que me disfrazo todos los días. No sé qué va a pasar mañana, pero daría la vida por saberlo. Daría litros de mi sangre verde para saber qué gusto tiene tu boca después de hundirte en una locura de ojos bicolores y amor por las sonrisas inconexas. Me gustaría descubrir si esta autopista sin inaugurar lleva al Times Square y si llegaré sano y salvo, con todas las extremidades en su lugar.

Sin darme cuenta, estoy en el ascensor, subiendo al departamento. Me miro en el espejo. Veo otra vez a este zorro de dos patas, con la sonrisa maquiavélica, sin la culpa de mentirle a Dios y creyéndose más vivo que el Diablo. Me veo cavando mi propio refugio, que será la tumba cuando todo se derrumbe y no tenga más aire. Y la sonrisa de colmillos perfectos no se borra, aún sabiendo que este imperio ficticio se va a caer con la misma facilidad que cree fluir.

Tengo ojeras de la semana pasada, combinando con un insomnio de recién separado. Después de dos días, la cama sigue caliente. La almohada tiene el olor a humo que le dejan mis sueños. Sueños sin miradas, sin ojos. No valen la pena.

Me falta algo.


Me falta tener razón.